Por | Sebastián Martín | Lic. en Com. Social |Fotografía | José María Zingoni
La construcción del Palacio de Arenales 475 del porteño barrio de Retiro, frente a la Plaza San Martín, fue un encargo de Doña Mercedes Castellanos de Anchorena para convivir con Aarón, Emilio y Enrique, tres de sus once hijos.
Esta acaudalada y poderosa familia argentina había residido hasta fines del siglo XIX en los alrededores de Plaza de Mayo, pero luego de sus primeros viajes a París comenzaron a adquirir nuevas costumbres.
Así fue que tanto los Anchorena como otros apellidos importantes de aquella época empezaron a mudarse hacia el norte de Buenos Aires, buscando un estilo de vida más acorde a sus posibilidades.
Mercedes era hija de Aarón Castellanos, pionero de la colonización agraria y promotor de la inmigración europea en nuestro país, y esposa de Nicolás Hugo Anchorena, nieto de Juan Esteban Anchorena, iniciador de la gran dinastía argentina que llegó de España en 1751. Los Anchorena fueron unos de los grandes beneficiarios de la Campaña del Desierto de 1879, en la que el entonces presidente Julio Argentino Roca otorgó a un puñado de familias de la aristocracia once millones de hectáreas de tierras, hecho que terminaría de dar forma a la estructura terrateniente de la oligarquía argentina.
Transcurridos algunos años de aquel hito de la historia nacional, Mercedes se había convertido en la dueña de una de las fortunas más grandes de su época. Tuvo once hijos de los cuales cinco la sobrevivieron y sólo tres ocuparon el Palacio con ella: Aarón, Enrique y Emilio. Aunque también estaba previsto que lo hiciera su hija Amalia, quien falleció en 1907, antes de finalizarse la obra.
Este edificio, que desde el exterior aparenta ser sólo uno, consta de tres alas independientes, conectadas en su interior por un patio central de planta ovalada.
La residencia que da a la calle Esmeralda fue ocupada por Doña Mercedes con su hijo mayor Aarón y luego se sumó su esposa, Doña Zelmira Paz. La del centro fue ocupada por Enrique junto a Doña Cecilia Cabral Hunter, y en la que se encuentra sobre la calle Basavilbaso residían Emilio y Doña Leonor Uriburu.
El Palacio de los Anchorena se convirtió en una de las sedes más significativas de la vida social porteña. Era frecuentado por grandes personalidades de la política nacional como Roque Saenz Peña o Victorino de la Plaza, altos representantes de la iglesia y personajes relevantes de la alta sociedad. Fue allí donde se celebró, en 1916, la recepción para conmemorar el primer Centenario de la Declaración de la Independencia.
En 1936 el edificio, conocido hasta entonces como Palacio Anchorena, fue adquirido por el Estado Nacional en subasta pública y se convirtió en sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. A partir de ese momento pasó a llamarse Palacio San Martín.
Actualmente es sede Ceremonial de la Cancillería y las oficinas del Ministerio se han trasladado al nuevo edificio de Arenales y Esmeralda.
Hoy en día el Palacio San Martín, declarado monumento histórico nacional, alberga en su interior una interesante colección de obras de grandes artistas argentinos y americanos del siglo XX como Antonio Berni, Pablo Curatella Manes, Lino Enea Spilimbergo y Roberto Matta, entre otros.
Además, para sus visitantes, tanto argentinos como extranjeros, es una muestra cabal del nivel alcanzado por la arquitectura del clasicismo francés y la adaptación que hubo en el medio local de tipos de residencia francesas del siglo XVIII.
Un palacio francés en Buenos Aires
Construido entre 1905 y 1909, el Palacio Anchorena se inspiró, como se mencionara anteriormente, en un proyecto de mayor envergadura: Hotel á París pour un riche Banquier (Residencia para un rico banquero en París), con el que uno de los maestros de Christophersen, Jean Louis Pascal, ganó en 1866 el “Grand Prix de Rome”, el mayor reconocimiento de la arquitectura de aquellos años.
A semejanza del proyecto de Pascal, este edificio es un conjunto de tres residencias unidas por un patio de honor, lo que resulta una riqueza volumétrica y espacial poco usual, ocupando y liberando alternativamente las seis fracciones similares en que se divide el terreno sobre el que se llevó a cabo la obra.
En cuanto a las fachadas, cabe resaltar el tratamiento casi escultórico que presenta en las mansardas convexas, en las columnas y pilastras que abarcan los dos pisos principales. La distribución del interior responde a una disposición habitual en residencias de este tipo y la decoración de todos los ambientes principales es fiel reflejo del alto nivel de la construcción artesanal de la época.
Son testimonio de aquella habilidad los estucos e imitación de materiales nobles, los revestimientos de madera de las paredes y los pisos o la impecable factura de la herrería artística. Además todos los ambientes fueron enriquecidos por un mobiliario que la familia se había encargado de comprar en Francia e Inglaterra.
También exige especial atención el jardín de invierno que da a la calle Basavilbaso. Allí sobresale el excelente trabajo de herrería realizado en los talleres Zamboni de Buenos Aires y la Bow Window en estilo Art Nouveau que, además de destacarse en aspectos decorativos, se incorpora en variables más trascendentes de la composición.
El arquitecto
Alejandro Christophersen, responsable de diseñar el Palacio para los Anchorena, fue una de las figuras más sobresalientes de la arquitectura argentina de aquella época. Su formación la realizó en la Academia de Bellas Artes de Amberes, completando sus estudios en el célebre Atelier Pascal de La École des Beaux Arts de Paris.
Es considerado la figura central del eclecticismo en la Argentina. Fue fundador de la Sociedad Central de Arquitectos y profesor titular de la Escuela de Arquitectura de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Durante la primera década del siglo XX, atendiendo los gustos de sus clientes y colegas, sus trabajos seguían un estilo inspirado en la arquitectura francesa del siglo XVIII. Esta tendencia fue un fenómeno internacional que tuvo su punto más alto en dos obras en particular: el Grand Palais y el Petit Palais, construidos para la Exposición Universal de 1900 en París.
El Palacio que diseñara para la familia Anchorena y que fuera la obra cumbre de Christophersen, también se encuentra enmarcado dentro de esta tendencia y muestra claramente ese entramado de relaciones que se había establecido por aquellos años entre la arquitectura de Buenos Aires y la parisina.
De hecho, algunas investigaciones señalan al respecto que este gran edificio fue el resultado de la adaptación de un proyecto de mayor magnitud originalmente diseñado en Francia, algo muy común en aquella época.
Entre sus obras más importantes se encuentran un gran número de residencias particulares, iglesias y edificios públicos. Por mencionar sólo algunas, en la ciudad de Buenos Aires construyó el Hospital de Niños “Ricardo Gutiérrez”, la residencia de los Unzué y el Café Tortoni, la Basílica Santuario de Santa Rosa de Lima y varias sedes en todo el país del Banco de la Nación Argentina, entre ellas la de Bahía Blanca, ubicada en Colón y Estomba, actual edificio de la Aduana.
La Leyenda del Kavanagh
Según cuenta una popular leyenda, existió también una historia colateral en torno al Palacio Anchorena, una historia de odio entre dos mujeres de la alta sociedad que terminó con la construcción de lo que se convertiría en una de las obras maestras de la arquitectura en América Latina, el Kavanagh.
Al parecer, el desprecio mutuo entre Corina Kavanagh y Doña Mercedes tuvo su origen en un romance que existió entre uno de los hijos de la familia Anchorena y una hija de Corina, amorío que la señora Anchorena desaprobó debido al linaje plebeyo de la novia.
Mercedes había mandado a construir allí por 1916, en un terreno ubicado al otro lado de la Plaza San Martín, a sólo 150 metros de su mansión, la Basílica del Santísimo Sacramento. Su idea era en un futuro convertirla en el panteón familiar y contar con una vista privilegiada de la Iglesia desde su balcón. Además había planeado comprar un terreno lindante, perteneciente al Plaza Hotel, para comenzar una nueva mansión que se integrara al templo.
Pero este último proyecto quedaría trunco, ya que Corina Kavanagh, aprovechando un viaje de Mercedes, adquirió aquel terreno y contrató un renombrado estudio de los arquitectos para que construyeran allí el edificio más alto de Latinoamérica, que ocultaría la vista de la Basílica desde los ventanales del Palacio de los Anchorena.
Esta leyenda, sin embargo, perdería rigor histórico debido al desfasaje cronológico que presentan los hechos, ya que Mercedes Castellanos de Anchorena falleció en 1920 y el Kavanagh se comenzó a construir 14 años después. No obstante, hay quienes alegan en defensa del relato que la intención de Corina en realidad fue ocultar el sepulcro de su enemiga, que había sido enterrada en la Basílica y cuya extraordinaria fachada sólo puede apreciarse desde un único lugar, un pasaje al que se accede por la calle San Martín y que lleva el nombre de Corina Kavanagh.
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